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Duello tragico tra Tancredi e Clorinda

Tancredi, creyendo que Clorinda es un hombre, quiere medirse con él en armas. Ella rodea los escarpados riscos buscando una entrada. Él cabalga impetuoso, oyéndose desde lejos el estrépito de sus armas, hasta que ella se vuelve, y grita: ¿Quién eres, que así corres? Responde él: ¡Guerra y muerte! Te daré lo que buscas, si no sales huyendo. Al ver a su enemigo a pie, Tancredi desmonta su caballo. Empuñan las armas contra el otro y afilan su ira y su orgullo. Se enfrentan en silencio como dos toros furiosos en celo. Oh noche, ¡cómo ocultaste estos hechos memorables con tu oscuridad! Dignas del sol serían estas heroicas acciones. Concédeme que las evoque y transmita a las futuras generaciones. Que perpetue su fama y su goria resplandezca. Ninguno quiere retroceder ni detener la lucha. Pero la oscuridad les impide asestar los golpes. Oíd cómo chocan brutalmente las espadas. El pie está firme y la mano en movimiento, no baja el tajo en vano ni falla la punta. La ofensa incita a la furia, ésta a la venganza y al ataque. Cada tajo incita d enuevo a un nuevo tajo. Poco a poco se frena la lucha, luchan agotados golpeando empuñaduras, cascos y escudos. El caballero aferra tres veces a la mujer con sus brazos, y otras tantas, se libra ella de ellos, brazos de enemigo y no de amante. Vuelven a la lucha, ambos llenos de sangre... Cansados, se retiran a respirar brevemente. Se miran, soportando el peso de sus cuerpos con las empuñaduras. Se apaga la última estrella y asoma el alba en oriente. Tancredi ve que las heridas del enemigo son más graves que las suyas. Se complace por ello. ¡Oh, mente alocada la que da gracias a la Fortuna! ¡Mísero! ¿De qué te alegras? ¡Qué tristes serán tus triunfos" Tus ojos pagarán cada gota de sangre con un mar de lágrimas. Mirándose en silencio, los sanguinarios guerreros se aplacan. Rompe el silencio Tancredi en intenta que el otro revele su nombre: Tanto heroismo y valor no debe quedar desconocido. Ya que el destino nos ha negado testigos de este combate, te ruego, si es posible, me digas tu nombre y condición, para que yo sepa, vencido o vencedor, quién honra mi suerte. Reponde la feroz: No lo sabrás, pero sí que soy uno de los que incendió la gran torre. Tancredi, enfurecido, responde: En mala hora lo pides. Tus palabras me incitan ya a la venganza. Vuelve la ira a los corazones y los incita a fiera lucha. Sin apenas fuerzas, lucha el furor sin arte alguno. ¡Qué profundas brechas producen las espadas, en las armas y en la carne! Si no pierden la vida, es por que el furor les mantiene. Pero llega la hora fatal de la muerte de Clorinda. Él clava la espada en su bello seno y bebe su sangre, mientras la dorada malla que la cubría se tiñe de rojo. Ella se siente morir y cae al suelo exánime. Él persiste en la victoria y sigue embistiendo a la virgen. Ella, al caer, dice las palabras que le dicta un nuevo espíritu, el de la fe y la esperanza que le infunde Dios en la que fue en vida su sierva. Amigo, me has vencido y te perdono... ¡perdona tú tambien! no a mi cuerpo, sino a mi alma, y dame el bautismo que lave todos mis pecados. Con estas palabras resuena en el corazón del hombre la compasión y brotan las lágrimas. No lejos de allí, murmuraba un riachuelo. Va él y llena su casco de agua volviendo enseguida. Le tiembla la mano mientras descubre el rostro de la mujer. La ve, y queda mudo e inmóvil. ¡Ay, vista! ¡Ay, conocimiento! No muere allí mismo gracias a la fortaleza de su corazón... y deprisa intenta dar vida con el agua a quien mató el hierro. Mientras él pronuncia las palabras sagradas, se transfigura el rostro de la mujer, y en el último suspiro parece decir, contenta y feliz: ¡Se abre el cielo, marcho en paz! Traducción y subtítulos: Rafael Fernández de Larrinoa