Castilla, la tierra inmortalizada por los modernistas. La obra Campos de Castilla, de Antonio Machado, es muestra de cómo esta tierra ha sido retratada en las letras hispánicas. Azorín, Unamuno y Ortega y Gasset, entre otros, se encargaron también de hablar de la tierra castellana.
Pero gracias a los versos de otros poetas... Otros lugares han pasado la posteridad a través de la literatura española. Trasladémonos a Moguer, el pueblo de Juan Ramón Jiménez. El moguereño tiene en su obra varios poemas dedicados a su tierra natal, su lugar de nacimiento y donde pasó su infancia. A pesar de sus traslados a Madrid y su exilio hacia las Américas, jamás olvidaría la localidad onubense.
Juan Ramón Jiménez nació en diciembre de 1881. Fue el menor de una familia acomodada que se dedicaba a exportar vinos en Moguer. En ese entonces, el municipio era próspero debido a sus viñedos, que eran enviados a otros lugares a través del río Tinto, donde también había un firme negocio de pesca. El futuro poeta, tras cursar sus estudios en el Colegio Jesuita del Puerto de Santa María, se trasladó a Madrid en el 1900. Allí conocería a los que, con el tiempo, serían sus compañeros de oficio. Trató con Valle en clan, Villa Espesa y Rubén Darío, entre otros. Pero a Juan Ramón Jiménez no le convencía el ambiente bohemio de la ciudad.
En Madrid sufrió diversos episodios de ansiedad que se agravaron con la muerte de su padre en otoño de ese mismo año. En esta etapa, el poeta llegó a permanecer ingresado en el sanatorio del Rosario. Tras varios episodios de depresión intermitentes, el moguereño regresó a su tierra natal en 1905. Tras la muerte de su padre, el nivel económico de su familia disminuyó considerablemente. Pero esta no era la única ruina que contemplaría en Moguer. El lugar próspero de antaño...
productor de vinos y pescado, desapareció por la explotación de las minas de cobre de Río Tinto. Juan Ramón Jiménez descubrió que el Moguer de su infancia ya no existía. Allí contempló los efectos de este deterioro, la decadencia de su pueblo y la extensión del hambre.
Y así, influenciado por este ambiente, creó la más conocida de sus obras, Platero y yo. Empecé a escribir platero hacia 1906, a mi vuelta a Moguer después de haber vivido dos años con el generoso Dr. Simarro. El recuerdo de otro Moguer, unido a la presencia del nuevo, y mi nuevo conocimiento... de campo y gente, determinó el libro.
A Platero y yo se la define como una elegía andaluza. El recuerdo del Moguer próspero llenó de lamento al poeta. Es una visión que se puede ampliar a la identidad andaluza. Juan Ramón Jiménez, siendo un poeta afín a los modernistas, se diferencia de sus contemporáneos por no escribir, como los demás, a castilla.
El moguereño sentía el deber de hacerlo a su tierra natal, la moguer de Huelva, onubense y andaluza. Se puede entender la obra como un libro de memorias. En Platero y yo descubrimos la infancia del poeta. así como su percepción del moguer transformado, una mirada personal que encumbra Andalucía a lo universal, sirviendo su tierra como ejemplo del estado del mundo.
Pero el poeta no se encuentra solo en esta contemplación de su pueblo. Como intuimos desde el título, tiene un acompañante, Platero, el burro del poema en prosa más conocido de la literatura española. Platero es pequeño, peludo, suave, tan blando por fuera que se diría todo de algodón, que no lleva huesos. Sólo los espejos de azabache de sus ojos son duros cual dos escaras de un pez.
bajos de cristal negro. Este animal es el compañero del poeta en casi todos los capítulos de la obra. En Platero y yo predomina la primera persona, pero en su paso por Moguer y en sus reflexiones siempre está acompañado por el burro, y su relación no es tan simple.
No es la del amo y el animal, el poeta no utiliza esta palabra, sino más bien la que encontramos en el capítulo 43, titulado Amistad. Yo trato a Platero como si fuese un niño. Si el camino se torna fragoso y le pesa un poco, me bajo para aliviarlo. Lo beso, lo engaño, le hago rabiar. Él comprende bien lo que quiero y no me guarda rencor.
Es tan igual a mí, tan diferente a los demás, que he llegado a creer que sueña mis propios sueños. Sé que soy su felicidad. Hasta huye de los burros y de los hombres. Esta evasión surge de la incomprensión que el poeta encuentra con la sociedad moguereña. El Juan Ramón llegado de Madrid es incomprendido por sus vecinos.
Los niños le gritan loco. Y es comparado con el tonto del pueblo. Un recurso de insulto clásico en estas zonas. El poeta se refugia entonces en la naturaleza, único vestigio de la prosperidad pasada, y en la compañía de Platero.
Junto a él, hace balance de la realidad de Moguer, la pobreza hecha humella en sus gentes. Cuenta, por ejemplo, cómo su padre tuvo que trasladar el hogar familiar debido a la decadencia de su barrio. También encontramos a lo largo de la obra múltiples marginados, tanto adultos como niños.
Precisamente a los jóvenes lectores parece estar destinada la obra. Platero y yo se publicó en 1914, en una edición cercenada de muchos capítulos clave. La versión completa salió tres años más tarde, ofreciendo algunos de los fragmentos de mayor interés para su interpretación. Y es que su estancia en Madrid y los compañeros con los que trabó amistad le acercaron a uno de los movimientos filosóficos representativos de inicios del siglo XX, el crausismo.
Entre otros aspectos, el crausismo en España perseguía el progreso a través de una educación basada en los principios de la modernidad. Francisco Giner de los Ríos fue uno de los mayores difusores del crausismo. Creó la institución libre de enseñanza, que perseguía esta reforma educativa. Los krausistas, en su mayoría, propugnaban un sistema educativo que dejase de lado las creencias religiosas.
Una educación laica con la que todos, incluso las clases bajas, pudieran beneficiarse. Pero las ideas krausistas vinieron en un principio de un teólogo, Alfred Loisy. El francés defendía una educación basada en las creencias católicas pero que explorara las novedades del pensamiento moderno.
Su visión, no obstante, fue rechazada tanto por la corriente ateísta como por la cristiana. Pero su manera de ver el mundo, basado en lo racional y lo cristiano a partes iguales, también fue compartida por otros modernistas. Juan Ramón Jiménez, afín a los ideales creausistas, Tuvo una educación cristiana en el Colegio Jesuita del Puerto de Santa María. Conoció los defectos de este sistema, como expone en el capítulo 6 de Platero y yo, titulado La Amiga.
Eso sí, la influencia de sus años de estudio entre los jesuitas permaneció en su concepción de la renovación modernista. Platero y yo tiene mucho de las enseñanzas cristianas que pudo aprender allí. Al fin y al cabo, el paso del poeta y el burro por Moguer no es sólo el lamento del pasado, también encontramos mucha bondad en su relación, y queda todavía más de este sentimiento para los niños y los desamparados. Una vez que Platero y yo nos muestra su cara más alegre, no es difícil realizar comparaciones entre su visión del mundo y la del cristianismo. Tanto Platero como el poeta son incomprendidos por la gente, pero ellos no ofrecen sino cariño a quienes lo necesitan.
El animal es la delicia de los niños, y los momentos de reflexión poseen, en algunas ocasiones, un optimismo hacia el porvenir. Encontramos capítulos muy tristes, como el de la fantasma, en el que una niña muere por un rayo, o la perra parida. Donde se nos narra el intento de una perra por salvar a sus cachorros de servir de alimento para un niño enfermo. En otras ocasiones la bondad supera al dolor.
Como el capítulo de la tísica, en el que Platero sirve de montura. a una joven enferma para que emprenda su paseo. La llegada del burro, en varias ocasiones, causa una mejoría en quienes interactúan con él, al igual que Cristo en el Evangelio.
Esta mezcla entre los momentos tristes y los alegres aparecen de una manera concreta. La obra inicia en primavera y finaliza, tras el paso de las demás estaciones, a comienzos de esta. Esta época del año, al inicio de la obra, alberga la mayor parte de los momentos de dolor.
Con el pasar del tiempo, los capítulos referentes a hechos trágicos disminuyen gradualmente. Para la llegada del invierno, estos se detienen casi por completo, dejando en la obra un ambiente agradable tanto en su contemplación como en sus memorias. El último lamento llega con el paso. Una vez más, de la primavera.
Momento en el que acontece la muerte de Platero. Vive tranquilo, Platero. Yo te enterraré al pie del pino grande y redondo del huerto de la piña que a ti tanto te gusta.
Estarás al lado de la vida alegre y serena. Los niños jugarán y coserán las niñas en sus sillitas bajas a tu lado. Sabrás los versos que la soledad me traiga, oirás cantar a las muchachas cuando lavan en el naranjal, y el ruido de la noria será gozo y frescura de tu paz eterna.
Juan Ramón Jiménez adolecía de esa preocupación tan humana hacia la muerte. Desde su primera poesía encontramos muestras de este tema. En sus páginas dolorosas habla también de la muerte, en este caso la de su padre. Refleja, con una mezcla de terror y morbosidad, el sentimiento que le causó la pérdida, destacando la descomposición del cuerpo de su padre.
En Platero y yo, esta angustia no desaparece, pero ahora el poeta la enfrenta con una nueva concepción del fin de la vida. Y es que el fin es también una parte del proceso. La vida y la muerte, por tanto, se encuentran unidas. Al inicio de la obra, en el capítulo 2, un hombre para al poeta y al burro para cobrar el tributo a los consumos. Un impuesto para algunos productos introducidos en los municipios para la venta y consumo.
En la bolsa que llevan, responden que contiene mariposas blancas, simbólicas, pues cuando el hombre raja la tela, no hay nada. O más bien, no lo ve, pues las mariposas están ahí. representando la esperanza que alberga el alma del poeta.
Otra mariposa es la que aparece tras la muerte de Platero, un símbolo claro de la resurrección del animal. Platero, al igual que la oruga, pasa a convertirse en mariposa. Se trata de otro motivo por el que relacionar esta obra con la vida de Cristo, quien, tras su paso por el mundo, dejó la esperanza de un mañana mejor. Platero es ya un recuerdo. Lo refleja el poeta en los dos últimos capítulos.
En el primero menciona que le regalaron un platero de cartón, a quien mima con la misma consideración que el original, afirmando que este platero de cartón me parece hoy más platero que tú mismo, platero. Fuera del componente ficcional de la obra, el texto inédito tiene una confesión interesante del poeta. Muchas personas me han preguntado si Platero ha existido. Claro que ha existido. En Andalucía todo el mundo, si tiene campo, tiene burros.
Platero es el nombre general de una clase de burro. Burro color de plata. En realidad, mi Platero no es un solo burro, sino varios. Una síntesis de burros plateros.
Yo tuve de muchacho y de joven varios. Todos eran plateros. La suma de todos mis recuerdos con ellos me dio el ente y el libro.
Siguiendo con los recuerdos, afirmó el poeta que muchos lectores albergan en su memoria el fragmento de la muerte de Platero. Con la misma relevancia de un texto cristiano, las muertes de sus amistades le recordarían inevitablemente a este momento. La relación entre Francisco y Juan Ramón fue la de una gran amistad entre discípulo y maestro. En la versión de Platero y yo de Ediciones Cátedra tuvieron la gentileza de incluir un apéndice en el que Juan Ramón recuerda a su amigo.
Se nos comenta que Ginert de los Ríos elogió la obra desde su primera lectura, y el autor de Platero añade que, al hacerle la última visita antes de fallecer, tenía preparados varios ejemplares del libro para regalarlo a sus amistades durante las fechas navideñas. Francisco Giner de los Ríos fue una de esas personas que, en sus últimos días, recordó la muerte del animal. La última vez que Juan Ramón lo acompañó, ya postrado en cama, su amigo y maestro cogió un ejemplar de Platero y yo, y abrió precisamente esa página de la muerte y resurrección. Es perfecto, le dijo a Juan Ramón.
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