El martes 29 de mayo de 1453, un joven conquistador fascinado por Alejandro Magno y por los antiguos Césares, Mehmed II, cabalgaba por las calles de la develada Constantinopla. En los alrededores de la ciudad se seguía combatiendo y matando. Pero tras 59 días de furiosos asaltos y desesperadas batallas, la que durante mil años había sido la ciudad más fabulosa y rica del Mediterráneo, era suya.
Mientras el sultán Mehmed II penetraba a caballo en la iglesia más grande de la cristiandad, Santa Sofía, en la puerta de San Romano, extraviado entre los montones de cadáveres y moribundos, yacía el último emperador de los romanos, Constantino XI. Con su muerte en combate, se cerraba una era abierta 2.206 años atrás. Una era durante la cual, una pequeña ciudad itálica, la Roma del Tíber, creció hasta constituir el más formidable imperio de la historia. para luego, tras múltiples giros de fortuna, ver su dominio transformado y nuevamente reducido al tamaño de una ciudad, la nueva Roma, Constantinopla. Esta es la historia de su caída.
Hacia el año 1050 el imperio romano, al que llamamos bizantino, seguía siendo el estado más poderoso, rico y civilizado del mundo mediterráneo. Su capital, Constantinopla, contaba con más de 500.000 habitantes y atesoraba el conocimiento y las obras de arte más célebres de la antigüedad. Pero en apenas dos décadas la fortuna volvió a girar y la invasión de Asia Menor por los turcos selyúcidas, el inicio de las cruzadas, el ascenso de las repúblicas marítimas italianas y el despertar de los pueblos eslavos de los Balcanes debilitó al imperio. En 1204 los venecianos y los cruzados lograron penetrar las hasta entonces inexpugnables murallas de Constantinopla y someterla a un salvaje saqueo que arruinó a la gran ciudad y al invierno.
imperio que encabezaba. Aunque en 1261 los romanos de oriente lograron reconquistar su capital, nada volvió a ser como antes y año tras año un nuevo poder turco, los otomanos, fue apoderándose de los escasos restos que aún quedaban del dominio romano. Para 1449, cuando el último emperador subió al trono, solo Constantinopla y sus alrededores, junto con algunas islas Egeas y la península del Peloponeso, seguían siendo parte del viejo imperio.
Rodeando por completo a la aislada Constantinopla estaban los extensos territorios del imperio otomano. Sus fronteras se extendían ya desde el Danubio al Éufrates, y un joven sultán acababa de subir a su trono en 1451. Pronto, Mehmed, el nuevo sultán, comenzó a amenazar al emperador Constantino XI, y a reunir fuerzas y recursos con los que dar cima a su obsesión, conquistar Constantinopla y convertirla en la capital de un nuevo imperio universal. Lo primero fue tratar de cerrar los caminos del mar y del comercio. Los turcos ya se habían plantado seis veces ante las formidables murallas de Constantinopla y siempre habían fracasado porque no controlaban el mar. Ahora, Para lograr dicho propósito, el joven Mehmed construyó una gran fortaleza en la entrada al estrecho del Bósforo desde el Mar Negro, Rumel y Gisar, y la dotó con tres grandes cañones.
Pronto quedó claro que nadie podría cruzar sin permiso del sultán. Aquella demostración de poder probó al emperador y a toda la cristiandad que Mehmed iba en serio. Así se comenzaron a discutir planes de ayuda a Constantinopla, que sólo de forma limitada se hicieron realidad. Tampoco la situación interna del imperio era buena.
Constantino XI tenía su pequeño estado dividido por querellas religiosas y la antaño espléndida y rica Constantinopla era ahora una ciudad empobrecida y semiabandonada en donde ya no moraban sino 60.000 habitantes. Pero aún había orgullo y el emperador se negó a someterse al sultán. Su actitud galvanizó a la población y atrajo la admiración de los latinos que medraban en la ciudad, muchos de los cuales se alistaron como voluntarios. A inicios de 1453 y tras reunir en Constantinopla a todas las fuerzas con que contaba, Constantino XI tenía bajo su control la ciudad de Constantinopla.
sus banderas a 6.000 soldados romanos bien armados y adiestrados, y le agregó unos 5.000 reclutas levantados entre la población de Constantinopla. Una fuerza a la que se sumó una heterogénea tropa de 6.000 mercenarios, aliados y voluntarios, venecianos, genoveses, cretenses, napolitanos, anconitanos, florentinos, catalanes y aragoneses, balacos, turcos rebeldes y hasta quizá un puñado de castellanos llegados a Constantinopla. Constantinopla en una misteriosa nave de Castilla. Se ha afirmado hasta la saciedad que Constantinopla fue defendida por 6.000 hombres y algunos estudios han llegado a precisar que el total sumaría 9.700. Pero como demuestra el doctor Francisco Aguado, era imposible defender los 22 kilómetros de murallas de Constantinopla con semejante cifra de tropas.
Una fuente bien informada, Antonio Ivani de Sarzana, sitúa la cifra de defensores en 17.000 hombres, 6.000 soldados romanos, 5.000 reclutas de última hora y 6.000 aliados y mercenarios. De estos últimos destacaban los venecianos que pasaban de los 2.000, y los genoveses, entre los que se señalaron los 700 bragados mercenarios, alistados bajo la bandera del corsario Giovanni Giustiniani Longo. Frente a esta minúscula fuerza encargada de cubrir muchos kilómetros de murallas y las más de 90 grandes torres que la consolidaban, se iba a alzar una fuerza de colosales proporciones.
12.000 genízaros. Infantería de élite reclutada entre los niños de los sometidos pobladores cristianos del Imperio Otomano para ser transformados en una fuerza disciplinada y fanáticamente fiel al sultán. 15.000 jinetes turcos, cipayos y otros 50.000 soldados profesionales.
Una fuerza que se vio incrementada con los contingentes de tropas enviadas por los príncipes, cristianos y musulmanes por igual, vasallos del sultán, y por las decenas de miles de voluntarios atraídos por la promesa de Botín y por la prédica de la Yihad. En suma, no menos de 160.000 combatientes, y ellos sin contar a los miles de servidores y seguidores de todo tipo, que se agregaron al gran ejército y que se ocuparon de buena parte de su complicada logística. Mehmed comenzó sus operaciones a inicios de 1453. Una flota de 125 galeras y fustas se apostó en los dardanelos para cortar el paso a cualquier posible ayuda occidental y las fortalezas y ciudades romanas próximas a Constantinopla fueron metódicamente asaltadas y arrasadas junto con sus campos.
Un gigantesco cañón forjado por un ingeniero húngaro, Orbán, fue arrastrado por centenares de bueyes y emplazado junto con docenas de piezas más pequeñas para dar inicio a la ruina de Constantinopla. Por su parte, el emperador lo fiaba todo a la ayuda que Venecia y el papado pudieran hacerle llegar, y a las legendarias defensas de su ciudad. levantadas en el siglo V para resguardar a la ciudad de los ataques de los Hunos, constituían todo un sistema defensivo dotado de un gran foso de 18 metros de ancho por 6 de profundidad, sobre el que se alzaba un antemuro de piedra y almenado de 2 metros de altura por 60 centímetros de ancho, que daba acceso a un períbolo exterior o camino de ronda, que enlosado y alzado constituía una plataforma de combate de 16 metros de ancho, tras la cual se alzaba el muro exterior, torreado e imponente, con sus 8,4 metros de altura y sus cámaras artilleras.
Tras este poderoso muro desde el que se podía dar apoyo a las tropas que defendían el foso y el antemuro, se extendía un segundo perívolo y luego, magnífico, el megamuro con sus más de 13 metros de altura y sus gigantescas torres fortificadas, que eran por sí mismas auténticos castillos integrados en el magno conjunto defensivo. Eso por el lado de tierra. Por el del mar se alzaba la muralla marítima y cerrando el estuario del Cuerno de Oro, una potente cadena de hierro que protegía el puerto principal de la ciudad.
22 asedios había soportado Constantinopla a lo largo de su milenaria historia, y sólo una vez, en 1204, había sido espugnada. ¿Resistiría ahora? El 7 de abril se inició el gran asedio.
El gran cañón de Orbán hizo fuego y tras él, el resto de las piezas artilleras turcas. Los bizantinos no carecían de armas de fuego. ni de otros ingenios de guerra situados en las cámaras artilleras de las grandes torres y sus murallas. 80 grandes fundíbulos, 4.000 culebrinas y 4.000 ballestas sobre ruedas. Un tren artillero que arrojaría un diluvio de balas de cañón, piedras y grandes dardos sobre los atacantes.
El emperador dirigía personalmente la defensa y distribuyó sus fuerzas y la de sus aliados con excelente tino táctico. El sultán, por su parte, lanzaría oleada tras oleada de asaltantes sobre el sector más frágil de las defensas, el que iba desde la puerta de Pempton a la de San Román. En ese sector, la depresión del río Licos, que penetraba en la ciudad, proporcionaba una ruta de aproximación y ataque que los defensores, parapetados tras el foso y el antemuro, convirtieron en una ruta sangrienta.
Los soldados romanos, genoveses, venecianos, etc., estaban revestidos de potentes armaduras y en la lucha cuerpo a cuerpo solían imponerse. Mientras, los excelentes ballesteros genoveses y los diestros arqueros cretenses y napolitanos, y el fuego de las culebrinas y de las máquinas de guerra, cubrían a esos soldados, diezmando a la fuerza atacante. Y aunque los cañones del sultán tronaban incesantemente y causaban daños significativos en las defensas, Estos últimos eran reparados por los defensores durante la noche. Pronto quedó claro que haría falta algo más para tomar la inexpugnable ciudad. Máxime, cuando una pequeña flota de auxilio, logró burlar a la escuadra otomana y tras reñida batalla naval, entrar triunfante en el Cuerno de Oro.
Mehmed II planeó entonces un movimiento maestro. Sus ingenieros construyeron un camino por el monte que se alzaba en la península de Galata, accediendo así a las aguas interiores del Cuerno de Oro. Construido el camino a través de las lomas y el bosque, 25 galeras turcas fueron arrastradas por él y echadas al agua amenazando así las murallas marítimas y desviando hacia ellas a defensores que eran muy necesarios en las murallas terrestres. Sobre estas últimas se aumentó la presión, el bombardeo se incrementó y los asaltos se hicieron aún más salvajes y duros. El héroe de la defensa estaba siendo el corsario Justiniani, que recubierto de hierro y junto a sus 700 hombres, era como un...
muro viviente contra el que se estrellaban las olas de enemigos. Pero también los romanos, los venecianos y los demás contingentes derrocharon valor. En el campo otomano comenzó a cundir el desánimo y aumentaron las murmuraciones contra el joven sul. sultán, que desoía las palabras de sus más viejos consejeros que le animaban a firmar la paz y a retirarse.
Pero Mehmed II no cedía. Exigió a sus tropas un último esfuerzo y las lanzó de nuevo a la batalla. Primero los voluntarios se precipitaron sobre las defensas como auténtica carne de cañón, con la que agotar a los defensores.
Luego, cuando se retiraron, diezmados, Mehmed lanzó a sus soldados profesionales. La batalla alcanzó una intensidad inusual. inusitada.
En el campo cristiano se sabía que era el momento decisivo y una conmovedora unión reinaba entre latinos y ortodoxos, olvidadas ya las diferencias ante el aluvión de acero que se les echaba encima. Extrañas señales y portentos proclamaban que un desastre se aproximaba. Y mientras el pueblo lloraba y rezaba, sus defensores, los últimos soldados romanos y sus aliados, seguían combatiendo aún bajo la sombra de la noche. Entonces ocurrió. Giustiniani fue herido, y aunque la herida no parecía grave, el pánico se apoderó de él.
Seguramente la fatiga del combate le quebró los nervios, pero sea como fuere, abandonó su puesto, y con él, sus hombres. El emperador, desesperado al ver aquella retirada que ponía en peligro toda la defensa, trató de acudir a cubrir la brecha. Pero ya los genízaros, lo mejor del ejército turco, se sumaban al combate y desde el interior de la ciudad llegara un gritos de espanto.
Los turcos estaban dentro. Y es que una poterna se había quedado abierta tras una salida y un grupo de guerreros turcos ya habían penetrado en la ciudad, sembrando el pánico y causando el derrumbe de la defensa. de la defensa, pero no del valor. El emperador junto con don Francisco de Toledo, el castellano capitán de su guardia, y junto con sus hombres más fieles, se arrojó a lo más reñido de la lucha y murió matando junto a la puerta de Sánchez.
San Robán. También los venecianos lucharon sin dar ni recibir cuartel, y con ellos los catalanes y los cretenses. En mitad del caos se dieron escenas de valor sin igual y también de desorden.
Los que podían huían. huían al puerto y se embarcaban, otros se echaban al mar y trataban de nadar hasta la cercana pera. Los turcos, con la promesa hecha por su sultán de disfrutar de tres días de saqueo, arrasaban con todo, aunque algunos barrios, como el del Fanal, lograron que se les concediera la paz y fueron respetados.
Los barcos cristianos, llenos a rebosar de refugiados, se lanzaron contra la cadena y, tras dispersar a las galeras turcas que trataban de cerrarles el paso, rompieron el puerto. rompieron la barrera de eslabones de hierro y lograron escapar. En Constantinopla se cerraba una época.
Mehmed II era ya Kaiser Irún, el César de los romanos, y en toda la cristiandad se supo que un nuevo poder se alzaba.